Analizando la resistencia al cambio: la pandemia y la enseñanza online.

Un estudio publicado por las escuelas públicas de Fairfax County en Virginia y la interpretación del mismo hecha por The Washington Post demuestra todo lo que está mal cuando se pretende analizar un cambio, en este caso, la transición de la enseñanza tradicional al canal online con motivo de la pandemia. Según el citado estudio, el porcentaje de estudiantes en secundaria y bachillerato que suspendieron al menos dos asignaturas creció en un 83%, desde un 6% hasta un 11%.

Pretender extrapolar de unos resultados así algún tipo de problema con la educación online frente a la presencial es completamente absurdo e inconsistente, pero es una de las dinámicas más habituales de la resistencia al cambio: plantear que, tras una prueba aislada y generalmente continuista, el método nuevo no funciona tan bien como el anterior.

Por supuesto que la enseñanza online, planteada como se ha planteado durante la pandemia, no es tan buena como la presencial. Lo contrario sería un milagro: hablamos de una transición llevada a cabo forzosamente por sorpresa, en la que se ha renunciado prácticamente a cualquier tipo de innovación en metodología, y en la que muchos de los participantes, tanto estudiantes como profesores, sufrían fortísimas carencias, bien de equipamiento o de formación. ¿Dónde se han producido los peores resultados? En niños cuyo temperamento, nivel socioeconómico o situación familiar les dificultaban un rendimiento académico adecuado. Y eso en Virginia… si hubiésemos incluido en el estudio a niños en Indonesia o en India, que tienen que caminar hasta sitios peregrinos o hasta subirse a un árbol para obtener conectividad, los resultados habrían sido, seguramente, aún más concluyentes.

Estamos ante un problema habitual: pretender que la tecnología es magia y que mejorará los resultados sin hacer ningún otro cambio, simplemente haciendo lo mismo que hacíamos antes de que esta estuviera disponible. Es, simplemente, absurdo. Si queremos de verdad desarrollar la enseñanza online, que el ordenador pueda reemplazar a la clase y que deje de ser un simple sustitutivo para cuando no se puede ir a clase, tenemos que plantearla, lógicamente, cambiando drásticamente su metodología. ¿Los estudiantes odian las clases online? Es lo más lógico del mundo, si lo que se les está impartiendo no está adaptado al canal, sino que se convierte en un patético intento de hacer lo mismo que hacíamos en clase. En esas circunstancias, cuando una clase online supone escuchar a una persona hablando a una cámara durante una hora, aprender no solo es difícil, sino que se convierte en un reto monumental simplemente luchar contra el tedio y el sueño. Y aún así, ni siquiera todos los niños lo odian: para algunos, funciona muy bien.

 

El futuro de la enseñanza online implica muchas más cosas que simplemente hacer lo mismo que hacemos en una clase presencial, fundamentalmente porque el canal es inmensamente superior en términos de posibilidades. Implica crear contenidos adaptados al medio que aprovechen esas posibilidades, crear modelos de interacción que eviten secuencias unidireccionales prolongadas, analíticas en tiempo real que evalúen la actitud y el progreso, y hasta dispositivos que posibiliten el desarrollo de entornos más inmersivos y permitan reducir la distracción. Deberemos crear herramientas nuevas, que no sean necesariamente una prolongación de las tradicionales, y desarrollar una alfabetización en esas herramientas que posibilite que todos los implicados, tanto estudiantes como profesores, las manejen con total soltura (y no, no es difícil ni hace falta ser ingeniero de cohetes: la tecnología hace las herramientas cada vez más fáciles de usar).

Desarrollar la enseñanza online implica muchas cosas, muchas de ellas relacionadas con una reeducación en el uso de la tecnología. Desaprender esquemas que suponen que las pantallas no son para una lectura en profundidad sino para una lectura ligera, una lectura en diagonal en la que hacemos un scroll rápido desde el titular hasta el final del párrafo y nos hacemos la ilusión de que nos hemos enterado de algo. Reeducar en la lectura y en el uso del canal digital, crear nuevas metodologías y géneros comunicativos y asegurarnos de que no estamos simplemente pretendiendo recrear en una pantalla lo que hacíamos en una clase.

 

Las posibilidades del medio online son, por naturaleza, muy superiores a las de una clase presencial, y quien no lo entienda es porque no sabe aprovecharlas. Muchísimo más acceso a información, muchísimas más posibilidades para proponer contenidos en formatos atractivos, para personalizarlos, para generar implicación, para pulsar la opinión o para evaluar el desempeño. Hasta la parte social puede ser potenciada de formas mucho más completas que en una clase online.

Lo he dicho ya en varias ocasiones: dar clase online tiene, si se quiere hacer bien, unos requerimientos para el profesor muy superiores a los que tiene una clase cara a cara. Una clase presencial se prepara, una clase online se produce. Si simplemente nos sentamos delante de la webcam y soltamos un rollo, o nos limitamos a poner ejercicios para que los alumnos nos los entreguen por correo electrónico, no estamos dando clase online, estamos pretendiendo cubrir el expediente con una metodología que solo puede derivar en peores resultados en términos de aprendizaje. En ese caso, aceptemos que por las razones que sean, no lo hemos hecho bien y no hemos estado a la altura. Seamos realistas, y no echemos la culpa al medio.

 

 

Autor: Enrique Dans.